“Quien fuera Ruiseñor, quien fuera Lennon o McCartney,
Sindo Garay, Violeta, Chico Buarque, quien fuera tu trovador”
Silvio Rodriguez
El ruiseñor cantaba tranquilo. Algunos
envidiaban esa extraña capacidad de cambiar sus melodías de acuerdo al estado
del clima y de hacerlo a cualquier hora del día. Para la mayoría era
imperceptible el cambio e incluso molesta esa terrible manía de irrumpir con
cantos nuevos a cualquier hora. Ya está bien si canta lo mismo en la mañana,
obtiene su ración de alpiste y se calla.
El hombre espera su turno. Obediente, con un
sentimiento de culpa algo malicioso roza apenas un borde de la línea. Espera
que lo llamen, mira a la funcionaria atentamente, pero no se adelanta, solo
espera. Adelanta un poco el pie, pisa completamente la línea y sigue esperando.
De pronto hay mucho ruido, no es un ruido estrepitoso, es un murmullo fuerte
que lo enmudece todo.
La funcionaria gesticula, abre la boca, manotea
pero él no escucha ni una palabra, tampoco entiende cuando el guarda de
seguridad haciendo muecas lo empuja afuera y lo tira en medio de la calle.
Pregunta a un transeúnte que pasa, no contesta señala su propio oído y mueve el
dedo de lado a lado. “no le escucho”, parece querer decir. Nadie escucha en
medio del murmullo ensordecedor.
Han pasado varios días, muchos científicos y
pensadores han escrito miles de páginas teorizando sobre el origen del murmullo.
Los más fatalistas han encontrado un referente histórico en un portugués, José
parece, que descubrió una epidemia de ceguera blanca, pero afirman que nunca
reveló la cura para evitar que las compañías farmacéuticas hicieran más negocios.
El Ruiseñor inventa nuevos cantos, va de un
extremo a otro de su jaula sin comprender cómo con tan bellas melodías, no
logra obtener con su trabajo, su ya de por sí escasa porción de alpiste. Solo
espera que el óxido corroa por completo el picaporte de la puerta que lo
mantiene encerrado y entretanto lo carcome por dentro la incertidumbre de no saber si aún puede volar.